El virus de la hepatitis C fue identificado en 1989 por científicos y desde entonces se ha convertido en un problema grave de la salud pública a nivel mundial. Actualmente afecta a más de 50 millones de personas, según datos de la Organización Mundial de la Salud (OMS).

Cada año se producen aproximadamente 1 millón de nuevas infecciones por hepatitis C. En 2022, 242.000 personas murieron debido a complicaciones relacionadas con la hepatitis C, como cirrosis hepática y cáncer de hígado.

La enfermedad puede ser aguda (corta duración) o crónica (larga duración). En el 70% de los casos, la infección se cronifica, con riesgo de cirrosis en un plazo de 20 años para un 15-30% de los infectados.

¿Qué dicen los expertos?

El diagnóstico precoz es clave para el tratamiento. Un test de sangre específico permite detectar el virus. Se recomienda a todas las personas realizarse el test al menos una vez en la vida a partir de los 18 años, ya que muchos infectados no presentan síntomas.

En la fase aguda, las personas infectadas pueden experimentar síntomas como fiebre, cansancio extremo, pérdida de apetito, náuseas, vómitos, dolor abdominal, orina oscura, heces claras, dolor en las articulaciones y coloración amarillenta en la piel y ojos (ictericia).

Sin embargo, en muchos casos, la infección es asintomática, lo que retrasa el diagnóstico y permite la progresión de la enfermedad.

El virus se transmite principalmente por contacto con sangre infectada, a través de agujas no esterilizadas, transfusiones de sangre, consumo de drogas inyectables y, en menor medida, prácticas sexuales que impliquen contacto con sangre.

No existe una vacuna para la hepatitis C, pero la detección temprana y el tratamiento con antivirales modernos pueden curar la infección.

Las medidas de prevención incluyen no compartir objetos personales que puedan entrar en contacto con sangre, asegurarse de que los instrumentos usados en tatuajes o perforaciones estén esterilizados y usar preservativos en relaciones sexuales de riesgo.